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jueves, 19 de marzo de 2020

Irina




Siempre me despierto a las seis con los primeros rayos del sol, aunque realmente no tengo noción de las horas y mucho menos del horario de verano. Realizo mis estiramientos de yoga tántricos mientras hago un par de parpadeos para pasar del sueño a la vigilia.

Camino a paso lento, casi arrastrándome al comienzo, abro las puertas lentamente de par en par hasta llegar a donde papá, evitando pisar todos los papeles, fármacos y botellas esparcidas por el piso. Lo veo boca abajo con una mano colgando. Solo lo puedo despertar si lo tomo por sorpresa y hago suficiente ruido en medio de esa penumbra.

Procedo como de costumbre y veo sus primeras reacciones. Exhala profundamente mientras se estira sobre su ser, se despierta con su acostumbrada pesadez y cansancio, fruto de sus productivas madrugadas libro tras libro. Se sienta al borde de la cama y me observa fijamente, sabe porque estoy allí. Puedo ver en sus ojos el mismo dolor de siempre, distingo toda la pena que tiene dentro de sí que trata de disimular con un intento de sonrisa.

Toma su celular y sonríe, solo por unos breves segundos, pero lo hace. Lo sigo hasta la puerta del baño y lo dejo alistarse para salir. Sé que no va a tardar mucho, pero la ansiedad domina mi cuerpo. Salimos de casa con el sol en la cara y caminamos entre las calles de Surquillo. La suciedad impera en el paisaje, montañas de desmontes, islas de basura, borrachos y drogadictos dormidos en el pavimento, espacios públicos ocupados por cachineros. Surquillo es como una pequeña Sodoma en la periferia sur de Lima, pero papá y yo estamos acostumbrados a esta belleza.


***

El olor del café recién hecho me guiaba por inercia hacia la mesa, papá siempre estaba sentado comiendo un pan con palta sin nada de sal, mantenía esa rutina desde que tengo memoria. Al terminar de comer un suspiro de satisfacción y su sonrisa daban por concluido el desayuno. Sin embargo, cuando mamá volvía de viaje, siempre se esforzaba en preparar algo más sofisticado para sorprenderla y no siempre terminaban con un suspiro y una sonrisa, sino con peleas entre ambos por algo llamado “trabajo de verdad”. En ocasiones mamá se iba de viaje por muchas semanas después de estas discusiones y papá se amanecía bebiendo botella tras botella con un libro en la mano. A veces lo encontraba riendo a carcajadas hasta el punto de dejar caer el libro. Otras veces, cuando estaba escribiendo, me mandaba a dormir con sus movimientos desequilibrados. Esas noches, podía escuchar llantos desde su habitación.

Cuando quería comer algo afuera por las noches, me dejaba acompañarlo, pero no íbamos por calles concurridas. Siempre tomábamos rutas alternas con calles casi desoladas y con un silencio que solo se quebraba al llegar a las avenidas. Papá estaba feliz mientras caminábamos en esta soledad.

***

Mamá llegó un domingo por la madrugada, me dio un beso y se fue a la habitación. Encontró a papá dormido. No sé qué pasaba exactamente cuando volvía de viaje, pero creo que saltaban emocionados en la cama porque se oía como esta golpeaba contra la pared. Papá salía sonriente de la habitación para beber mucha agua, él no me veía espiarlo a esas horas.

Después de saciarse de agua, se sentaba a escribir. Él siempre me decía que se debe aprovechar la inspiración para escribir, pues no siempre llega. Mamá lo llamaba reiteradas veces para que vuelva a su lado y él no respondía.

***

Cuando mamá estaba en casa, ella me despertaba para que la acompañara a todos lados desde el amanecer hasta el anochecer, pero no me gustaba dejar a papá solo todo el día, por eso siempre lo despertaba como yo sabía hacerlo. Así, con el tiempo, supe que solo yo podía ayudarle con su latente tristeza. Cuando volvía de los paseos siempre iba a buscarlo y me hacía muchas cosquillas. Estaba feliz de verme y yo también.

Mamá no siempre entraba a la habitación al momento, debía ordenar algo o hacer algo más. Sin embargo, papá le tenía una sorpresa siempre que volvía a él. Se besaban como si no se hubieran visto en largo tiempo. Él siempre la extrañaba.

***

Una mañana acompañé a mamá a una farmacia, caminamos rápidamente hasta allí y pidió lo de siempre, sino algo llamado “pastilla del día siguiente”. Había discutido mucho con papá antes de salir y nos sentamos en un parque mientras la escuchaba llorar. Estaba preocupada por volver pronto a casa, pues en la mañana papá no se levantó cuando estuve en su habitación, solo me miró de reojo por unos segundos y cerró los ojos nuevamente. Mamá me apresuró para irnos y no pude intentarlo de nuevo.

Cuando regresé a casa con mamá y busqué a papá, lo encontré colgado a contraluz en medio su habitación. El viento agitaba su corbata en señal de paz con una nota sostenida en el pisacorbatas. Me acerqué a jugar con los pasadores de sus zapatos y tiré de ellos sin respuesta alguna. Creí que papá pensó que dormir en esa posición era más cómodo, de seguro en un rato iba a despertar. Me acosté debajo de él a esperar y segundos después un fuerte grito me despertó.

No hubo calma, menos cuando sonaron las alarmas que reventaron mis tímpanos y la casa se llenó de personas alrededor de papá para intentar despertarlo o alabarlo. Cuando papá estuvo en el suelo, mamá no me dejó acercarme a él y gritó y lloró mucho. Luego de un rato se acercó y me dijo - con los ojos hinchados - que todo iba a estar bien, me puso la correa y dimos un paseo por las calles de Surquillo. Jamás volví a ver a papá, pero un olor similar al suyo estaba impregnado por toda la casa en una versión más pequeña de él que ahora sí prometo cuidar.

lunes, 16 de marzo de 2020

La Barranquina




Estábamos en La Roja Taberna intoxicados de Soda Stereo y un par de cervezas. Pienso en la barranquina como quien piensa en un mesías melómano, predicando la palabra de una vida sin preocupaciones innecesarias y absortos en bandas que fueron y serán las mejores por siempre. En ese sentido, La Roja Taberna es un templo erigido en medio del desierto para mostrarnos la salvación a los más desesperados.

Es así como la veo deslizarse entre la gente al ritmo del temblor, evitando que las dos cervezas se desangren o se cometa un asesinato innecesariamente al dejarlas caer brutalmente en medio de ese campo de batalla. Atraviesa el océano de fuego, se abre paso entre las personas de la periferia y llega a mí con una cerveza al polo. Bebo la cerveza en seco hasta saborear la última gota.

Por momentos, la veo desaparecer con sus movimientos de música ligera en esa oscuridad con destellos psicodélicos. Pero su voz reafirma su presencia esta noche y los gritos a la distancia no logran opacarla, la siento cerca y susurrándome sus coros favoritos. Al estar tan cerca el uno al otro sé que ya me perdonó por no haber venido anoche a escuchar la palabra. No hubo necesidad de decirlo porque quedé absuelto de todo mal con su sonrisa. Conforme avanzaba la noche, nos perdimos entre la multitud.


***


Las noches con la barranquina nunca eran suficientes. Escucharla darme el mensaje de salvación no bastaba solo durante las madrugadas, pero no podía forzarme a mí mismo a volver cada noche al bar. En ocasiones su disgusto era tal que se perdía sola entre la multitud y maldecía a todo aquel que se cruzara en su camino, aunque ellos no entendiesen lo que decía. En esas situaciones, debía de ir a su encuentro luego de tomarme una cerveza bien fría. Esa pausita antes de buscarla le daba cierto sentido a mi búsqueda, pues en ocasiones podía verla mirar de reojo hacia donde estaba y adentrarse más y más entre toda esa gente.

Llegar a ella no era una tarea fácil, especialmente si era fin de semana. Trump estaría orgulloso de semejante muralla humana, casi impenetrable si no se conoce el territorio. Gracias a mis visitas casi constantes, aprendí un truco para cruzar en un lado donde el ventilador no dirigía el aire y el calor era insoportable. Cruzaba y, del otro lado, encontraba a adolescentes borrachas sentadas contra la pared y una densa neblina de tabaco me impedía ver con claridad mientras avanzaba.

Buscaba rostro a rostro entre bocas devorándose y botellas insuficientes para saciar la sed del alma. Las vibraciones de la música eran tan fuertes en algunos lugares que los vasos bailaban con el temblor argentino. Sin embargo, cuando la encontraba disfrutando la música para sí misma y envuelta en movimientos casi tántricos, todo ese viaje había valido la pena. Ella no me miraba e iba a acercándome lentamente, intentando no tambalearme demasiado y tener una apariencia presentable.

Parado cerca de ella, dejo que poco a poco una inercia rítmica la atraiga hacia mí. Yo reconocía esos signos, sabía que el rito estaba por comenzar y presenciaría una consagración de la cerveza y el cigarro en sus manos. Me mira a los ojos y sus brazos se alzan lentamente mientras las luces psicodélicas se proyectan a través de la botella de cerveza. Estoy atónito como siempre y veo como la botella desciende de un plano distinto a este y besa mi boca mientras cierro los ojos. Siento que sus brazos me rodean, bailo entre la multitud. 


***


La barranquina está saciada de rock y es momento de mi éxodo a otro nivel, no podía perderla o sería el final de mi noche, aunque tal vez de todas maneras lo sea. Intento seguir sus repentinos pasos hacia el último piso, pero siempre el siguiente escalón se balancea como un péndulo y me convierto en un equilibrista calculando cada paso. Al terminar aquel exhausto ascenso, la veo al borde de la baranda observando la noche, las estrellas, las personas entrando y saliendo de nuestro templo.

Es hora de purificarse, leí en sus labios mientras me iba acercando. Cuando llego a la baranda ya no está. No pude alcanzarla a tiempo otra vez, no pude cambiar el único acierto entre los catorce millones de futuros posibles en donde nos sentamos a escuchar remix interminable mientras me cuenta otra vez como la doparon y violaron en los baños de este bar, como profanaron su inmaculado ser sobre un inodoro orinado y como perdonó a los perpetradores luego de culminado su pecado. Su sufrimiento limpió del vicio carnal a esos hombres, su vida tuvo un propósito con la redención de esos hombres. Y las almas de todos los presentes y los siguientes serán salvadas cada semana si asisten fervorosamente a este bar, los vestigios de tu beatificación en el baño siempre son visitados.

Me siento en un sillón y solo escuchó la música, respiro profundamente y busco entre las macetas el encargo premeditado. Pienso que, si la busco por todos lados, no voy a encontrarla, aunque conozca cada rincón de este bar como la palma de mi mano. Así que, como su cruzado más leal, tengo un deber que cumplir y el arma del juicio final para purificar a toda la humanidad. Es mi deber mantener no solo mi pureza, sino la de todos; así que desciendo al averno y me sumerjo entro la multitud. Calculo la distancia y veo brotar las llamas que se extienden entre las personas. Aun así, solo quisiera que aparezcas entre la gente y todos pudieran verte, que no te hubieras alejado de mi lado, que hubiera venido esa noche contigo, que no hubiéramos peleado, que no hubieras saltado en una taberna roja, que tu médula espinal no se hubiera quebrado sobre un nissan sentra, que la cascada de sangre no hubiera brotado de tu cuello, que estuvieras bailando conmigo aquí entre las llamas y no solamente cuando estoy muy borracho.