Unas coletas bien ajustadas para restringir la anarquía de sus cabellos, un par de ojos que encuentran una luz clara muy fugaz que desenfoca la imaginación, una casaca rojo fuego que se complementa con la sangre de las recién nacida hijas de la primavera: las flores. Eso fue suficiente para que la intrépida niña empezara su revolución fotográfica. Todo empezó esa mañana grisácea, la princesa, proveniente de un reino alquimista, le pide a su madre ir a un verdoso parque con árboles danzantes. Entonces, ella la viste con una rojiza casaca, le amarra los cabellos(los cuales caen como dos castañas cataratas) y la toma de su diminuta, calurosa y sudorosa mano. Así, caminaron entre la jungla de personas hasta llegar a un parque tan verde como la jungla virgen.
La madre no quiere perder en su memoria aquel recuerdo y saca de bolsa su cámara de rollos. Ella mira fijamente a la niña como incitándola a que haga una pose memorable para el recuerdo. La pequeña, habiendo pensado que algo así sucedería, pone en acción su maquiavélico plan, pues no quiere ser recordada como las demás. Es así que al ser sorprendida por el flash quedo en la mente de la madre y del rollo su inexperta mueca desengranando a toda la máquina la invernal calma y la atípica exhibición del brazo derecho por coqueto y del izquierdo por indiscreto. Incluso se puede ver en la foto que los árboles quieren danzar y cantar para hacerla carcajear, pero ella quiere seguir seria y molesta escondiendo en lo más profundo de su castillo azul, en aquel baúl, la amargura de ese país del sur. El ángulo llano que forma su boca es tan tóxico que contamina más que el monóxido de carbono y aunque quiera sonreír, su mirada ha simulado la tristeza de las nubes, la miseria de los edificios y la vergüenza de las flores. Por eso, aunque se forme una curva en esos labios, se reflejará en ese gesto la firmeza de continuar inmutable incluso al más tierno beso azucaroso de su madre. Y para complementar el gesto, su no desarrollado cuerpo mantiene en órbita a sus brazos y manos; sin embargo, no parece controlar sus movimientos tan precisamente como un engranaje a las manecillas de un reloj. Además, su piel mediterránea y suave, su boca delgada y mezquina, sus piernas rígidas y pequeñas no parecen dudar de que ella quedará inmortalizada en esa foto con el mismo expresivo rostro, el mismo vestido y casaca, el mismo vicioso clima, el mismo ruido lejano de autos, el mismo viento ligero del oeste, los mismos verdísimos y frondosos árboles, el mismo recuerdo de una madre con una cámara de rollos esperando una sonrisa que jamás fotografiará.
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