Lo besa, le susurra un “te quiero” y se aleja danzando en
círculos mientras se ríe dulcemente. Corre, lo dejó en medio de la nada. Se
coloca la chaqueta roja y divisa a los lejos un ave azul que vuela en caída
libre. Corriendo, él quiere alcanzarla, pero ella está un piso arriba. Salta
hasta alcanzar el otro piso y cae de improviso. Vuela rápidamente el ave azul y
se posa sobre un viejo abedul.
Ríe y se aleja paso a paso sobre hoja y hoja como si no
hubiera suelo. Se repone apresuradamente y como un demente, él escala el edificio
como un egipcio hasta llegar a la azotea y verla recostada como la marea en una
playa. Día a día, él la quería y beso a
beso, ella lo amaba. Él con sus libros, partituras y pinturas; ella con sus
danzas, besos y remordimientos; así como el edén con sus árboles, pisos y frutas. Y
así, decidieron vivir en este pequeño edén.
Ahora paso a paso, hora a hora, él ya no sabía si caminaba en
el edén o en el infierno de Dante. No obstante, pintarla era su obsesión; besarla era un arte
y quererla era una mentira. Así, pues, al encontrarla recostada sin pensarlo la
besó, pero sus labios estaban fríos, sus ojos eran ríos y sus manos era un
completo vacío. Agonizaba, nos dejaba en el edén la promesa de la vida eterna.
La fruta prohibida, la muerte en seguida, la vida perdida y
hasta aquí el amor escogido. Ella se ha ido y no volverá, el padre mintió y ahora solo polvo es. Media
docena de costillas más daría por volverla a ver, por encontrar sus labios de nuevo,
por sentir su aroma de nuevo, por tener
su existencia entre mis brazos.
Paul Saavedra.
Paul Saavedra.
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