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martes, 14 de julio de 2015

La inmutable carita




Unas coletas bien ajustadas para restringir la anarquía de sus cabellos, un par de ojos que encuentran una luz clara muy fugaz que desenfoca la imaginación, una casaca rojo fuego que se complementa  con la sangre de las recién nacida hijas de la primavera: las flores. Eso fue suficiente para que la intrépida niña empezara su revolución fotográfica. Todo empezó esa mañana grisácea, la princesa, proveniente de un reino alquimista, le pide a su madre ir a un verdoso parque con árboles danzantes. Entonces, ella la viste con una rojiza casaca, le amarra los cabellos(los cuales  caen como dos castañas cataratas) y la toma de su diminuta, calurosa y sudorosa mano. Así, caminaron entre la jungla de personas hasta llegar a un parque tan verde como la jungla virgen.
La madre no quiere perder en su memoria aquel recuerdo y saca de bolsa su cámara de rollos. Ella mira fijamente a la niña como incitándola a que haga una pose memorable para el recuerdo. La pequeña, habiendo pensado que algo así sucedería, pone en acción su maquiavélico plan, pues no quiere ser recordada como las demás. Es así que al ser sorprendida por el flash quedo en la mente de la madre y del rollo su  inexperta mueca desengranando a toda la máquina la invernal calma y la atípica exhibición del brazo derecho por coqueto y del izquierdo por indiscreto. Incluso se puede ver en la foto que los árboles quieren danzar y cantar para hacerla carcajear, pero ella quiere seguir seria  y molesta escondiendo en lo más profundo de su castillo azul, en aquel baúl, la amargura de ese país del sur. El ángulo llano que forma su boca es tan tóxico que contamina más que el monóxido de carbono y aunque quiera sonreír, su mirada ha simulado la tristeza de las nubes, la miseria de los edificios y la vergüenza de las flores. Por eso, aunque se forme una curva en esos labios, se reflejará en ese gesto  la firmeza de continuar inmutable incluso al más tierno beso azucaroso  de su madre. Y para complementar el gesto, su no desarrollado cuerpo  mantiene en órbita a sus brazos y manos; sin embargo, no parece controlar sus movimientos tan precisamente como un engranaje a las manecillas de un reloj. Además, su piel mediterránea y suave, su boca delgada y mezquina, sus piernas rígidas y pequeñas  no parecen dudar de que ella quedará inmortalizada en esa foto con el mismo expresivo rostro, el mismo vestido y casaca, el mismo vicioso clima, el mismo ruido lejano de autos, el mismo viento ligero del oeste, los mismos verdísimos y frondosos árboles, el mismo recuerdo de una madre con una cámara de rollos esperando una sonrisa que jamás fotografiará.

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Lazos de familia





Mondragón se había levantado al escuchar unos continuos ruidos que provenían de la planta baja. Eran como los golpes de un pájaro carpintero picoteando un árbol incesantemente. Él se puso un sobretodo para ir apresuradamente al encuentro del ruido y mirando discretamente en cada cuarto llegó hasta a él de sus padres, quienes se alborotaron buscando frenéticamente entre los estantes. Les preguntó de qué se trataba todo el alboroto, pero parecía que ellos  estaban con desesperación inmersos en encontrar algún objeto. Veía desorganizar los libros de álgebra, historia, biología e incluso los viejos libros de filosofía. Los padres se percataron de la presencia de su hijo; empero, en vez de explicarle el porqué de la situación, el señor Del Siam le ordenó, con señas, que les ayudara en su búsqueda. Mondragón, sin saber de qué se trataba y desconcertado, se abalanzó sobre montones de cajas traídas desde la azotea y empezó a revisarlas minuciosamente. En ellas encontró diversos juguetes (con los cuales había jugado en su niñez), ropa que usó en tiempos de cuatro patas, y una caja repleta de Biblias cristianas, que su familia solía regalar a quienes se convertían a su religión. Fue en ese momento, que sus padres detuvieron su búsqueda. Muy felices, se abalanzaron sin demora sobre las Biblias de empastes azules y al palparlas con la vista las alzaron con entusiasmo.
Mondragón salió desconcertado del cuarto alejándose lentamente de la intensa tertulia que establecían sus padres, pero recordando este fragmento: “Hoy iremos a ver a Felipe, el hijo de tus tíos. Él ha vuelto de su viaje después nueve años.”
Mientras él debía alistarse para ir en busca de quien sería su primo, sus padres habían desempolvado cuidadosamente la palabra del único y verdadero señor. Luego, fueron a sus habitaciones a vestirse con sus mejores ropas para ir a visitar al sobrino recién llegado. Ellos esperaban convencerlo de que vaya a las misas nocturnas de los domingos, días en los cuales la mayoría de la familia Del Siam se reunía en el culto de las ocho para escuchar por dos larguísimas horas a un hombre con terno azul oscuro.
Mondragón terminó de alistarse y se dirigió a la mesa paso a paso, aún dudaba si debía acompañar a sus padres a casa de ese misterioso primo. Cuando él estuvo frente a la mesa, sus padres estaban orando para agradecer por los alimentos. Sigiloso como un gato, él se acercó a tomar su lugar. Sus padres terminaron de agradecer, lo observaron sonrientes e intentaban transmitirle su entusiasmo. Sin embargo, Mondragón nunca se había sentido interesado en los temas religiosos o la ideología que profesaba casi toda su familia, pero había sido muy obediente y respetuoso en todo momento (resultado de aleccionar a niños desde temprana edad). Sentado en esa mesa, terminó sus últimos verdosos bocados, su mente sólo pensaba en banalidades como irse de viaje a través del mundo o, al menos, irse de la casa de sus padres.
Sus padres se levantaron de la octogenaria mesa llena de ásperos bordes y le dijeron al hijo que despertara de aquel sueño lucido  y terminara de comer. Mondragón lo hizo sin ganas, fue al baño y  se cepilló diente por diente la suciedad verdosa sobrante. Sus padres lo esperaban en  la escalera de madera que rechinaba como si se los fuera a comer de un solo bocado. Muy bien vestido, Mondragón bajó las escaleras y su padre cerró la puerta de metal algo oxidada. Subieron a un pequeño auto rojo y fueron hacia su destino.
El trayecto fue fugaz y antes del atardecer la familia Del Siam había llegado a la inmensa casa adornada de una hermosa puerta de caoba con acabados de dragones japoneses abriendo sus  tan inmensas bocas como unos agujeros negros hambrientos de polvo espacial y planetas.
El señor Del Siam tocó la puerta y su familia fue recibida  por los tíos que estaban vestidos elegantemente. Los adultos muy entusiasmados se dieron un fuerte abrazo de bienvenida, pero Mondragón (antes de ingresar a la casa) sintió un golpe fuerte en el pecho y una sensación de miedo que lo deja congelado en la puerta como una escultura. Su padre, quien se percató del comportamiento de Mondragón, le dio un empujón haciéndole ingresar a la casa.
El Sr. Marcos y la Sra. Marta, los tíos de Mondragón,  los invitaron a pasar a la sala. Luego de una larga conversación sobre la Eucaristía y los pecados mortales, bajó el primo de Mondragón llamado Felipe. Él era un chico callado, algo musculoso, pero con una mirada intimidante. Felipe se acercó a saludar cordialmente a sus tíos y primo. Luego, todos pasaron a un gran comedor con un enorme banquete servido en la mesa. Todos degustaron de aquella delicia y como toda típica familia, apenas se sentaron, comenzó  la cháchara. No obstante, parecía que Felipe no disfrutaba la algarabía compartida en la reunión familiar.
-          Felipe, espero que tu viaje haya sido enriquecedor- dijo el Señor del Siam
-          Sí lo fue y adquirí nuevos conocimientos sobre el mundo.
-          ¡Qué bien! Espero que sigas los pasos de tus padres y de nosotros, y te dediques  a asistir a nuestros cultos cristianos. Además, espero que seas un catequista-  el señor de Siam, acariciaba como a un recién nacido,  el crucifijo que colgaba en su cuello.
-          Bueno, sinceramente, tengo otros intereses, pero lo tomaré en cuenta tío- dijo Felipe mientras jugaba con su tenedor.

De pronto, se hizo el silencio, su respuesta dejó atónito a todos los presentes. Mondragón sintió la incomodidad en el aire, decidió retirarse de la mesa e ir al baño. El camino era largo, era una casa llena de habitaciones  y de elegantes corredores con cuadros y cruces por doquier. Entonces, se acordó que no pregunto por dónde quedaba el baño, supuso que no era tan difícil, después de todo solo era cuestión de revisar habitación por habitación. De todas maneras, él no quería regresar al ambiente hostil que se había creado en el comedor.
Él se dispuso a caminar, al doblar la esquina encontró un sin número de habitaciones. En la primera puerta, que estaba semiabierta, observó que una luz radiante salía de la habitación. Él, por su gran curiosidad, entró y se dio cuenta que no era el baño. Por el contrario, era una habitación con tapiz rojo, desordenada y con un montón de maletas, libros, cuadros, adornos y cajas. Una caja, en especial, decía “NO TOCAR, FRAGIL”, y él queriendo desobedecer las reglas, decidió ver que había adentro. Encontró muchos libros, en especial uno de pasta roja muy raída. Él la abrió, pero se encontró con algo inesperado, había imágenes de gente y animales degollados,  de criaturas monstruosas y de rostros con expresiones de terror  infinito. Asustado, soltó el libro y salió de la habitación corriendo, pero al final del pasillo se chocó con una persona: su primo Felipe.
Felipe se dio cuenta que Mondragón había ingresado a su habitación, lo agarró del brazo  y lo llevó cerca de su habitación. Vio sobre el suelo el libro rojo tirado y se dio cuenta del porqué de la reacción de Mondragón. Felipe solo atinó a decirle que se calmara y que nada malo sucedería; empero, Mondragón dijo muy seriamente que lo iba  acusar con sus padres, que iba a delatar a ese lobo con piel de oveja. Es así que Felipe, nervioso de que sus padres descubrieran sus gustos y pasiones satánicas, persuadió  con engaños a su primo para que volvieran a la habitación y explicarle porque tenía ese libro. Mondragón no convencido, decidió irse al comedor donde aún estaban sus padres. Entonces, Felipe decidió golpear a Mondragón tirándole un puñetazo y dejándole caer en el suelo. Totalmente desesperado de que su familia pudiera descubrir su secreto, decidió buscar arsénicos para sacrificar a Mondragón en un rito satánico.
Salió rápidamente de su habitación y, de repente, recuerda que sus tíos y padres estaban en la mesa. Entonces, para despistarlos, llegó sobresaltado y miró al suelo antes de hablar mientras en su familia se miraban unos a otros.
-¡Mondragón tíos! Él… él.
- Pero habla muchacho que pasa- dijo su padre.
-¿Qué le pasó a nuestro hijo?- dijo eufóricamente su tío mientras su tía lo interrogaba con la mirada.
- Él ha salido corriendo de la casa por la puerta trasera. Creo que debió haber visto algún fantasma o recordar algo urgente que debía hacer.
- No puede ser, en qué situación nos pone ese muchacho.- susurró el padre de Mondragón.
-No te preocupes hermano mío. Nosotros podemos ir a su encuentro. –dijo el padre de Felipe.
-Debe haber ocurrido algo muy grave para que nuestro pequeño escape de esa manera.- dijo preocupada la madre de Mondragón.
-¡Iremos todos! Está decidido – dijo la madre de Felipe.
-Madre, lo más lógico es que yo me quede en caso él vuelva.- dijo Felipe interrumpiéndola.
- ¡Eso es una magnífica idea!- exclamaron todos mientras se ponían sus abrigos.
Los familiares se alejaban a través de la calle mientras Felipe se aseguró que nadie lo viera y cerró la puerta. Luego, él se dirigió al teléfono e hizo una llamada rápida. Después, subió a su cuarto, sacó el frasco de arsénico de debajo de su cama y se lo colocó en el bolsillo derecho. Caminó tranquilamente hacia su primo quien yacía inconsciente  y lo cargó con mucho esfuerzo al sótano.
Felipe lanzó a su primo contra una viga, cogió unas sogas que se hallaban en el suelo y amarró a Mondragón contra la viga tan fuerte como pudo. Después, él se dirigió hacia un escritorio iluminado por un radiante foco, el cual era la única luz de ese inmenso cuarto, y empezó a buscar dentro del escritorio otros componentes para mejorar la futura mezcla. Felipe tomó un cáliz y lo llenó completamente del arsénico y tan pronto como lo hizo, un olor pestilente empezó a inundar todos los rincones del sótano. Mondragón fue despertado por ese nauseabundo olor e intento moverse, pero las cuerdas le rodeaban el torso completamente y sus brazos estaban entrelazados por las mismas cuerdas. Felipe, invadido de una alegría incomparable, añadió las otras sustancias al arsénico. Luego, se acercó a su primo con el arsénico ya mezclado; velas de color negro y blanco.
Mondragón no comprendía porque colocaba las velas alrededor suyo; no obstante, él  estaba liberando su brazo derecho poco a poco. Felipe encendió una a una todas las velas, fue a apagar el interruptor del foco y se puso enfrente de su primo con el cáliz entre las dos manos. Mondragón lo miró furioso y su primo se disponía a lanzarle la mezcla del cáliz sobre todo el cuerpo. Entonces, como guiado por la providencia, el brazo de Mondragón logró liberarse a tiempo para empujar el cáliz sobre el rostro sonriente de su primo. Después, Mondragón logró desatarse completamente y corrió entre el cuerpo de Felipe que se retorcía como un lombriz en plena lluvia. Mondragón corría rápido como liebre a ciegas en el sótano mientras Felipe emitía unos quejidos ligeros que iban cesando poco a poco. Mondragón logró hallar la escalera y la subió de prisa; sin embargo, al llegar a la puerta no pudo abrir la manija y empezó a golpear la puerta y a gritar tan desesperadamente que su garganta parecía de acero. Entonces, se detuvo por un instante y al otro lado de la puerta escuchó un cántico en otra lengua y varios pasos que se acercaban. Entonces, en su desesperación, sus manos golpearon la puerta como si fuera un tambor, pero ni aun así logró abrirla. La frente le sudó, pudo escuchar claramente los latidos de su  corazón y también escuchó que unos continuos ruidos de un cuarto contiguo que aplacaron poco a poco el cántico del otro lado de la puerta. La oscuridad llenó completamente el cuarto; el aire se enraleció; la respiración se le detuvo de golpe; abrió los ojos y se despertó escuchando unos continuos ruidos que provenían de la planta baja.